EL PODER TRANSFORMADOR DE LA FILOSOFÍA

¿Qué entendemos por “filosofía”?

Filosofía significa etimológicamente “amor a la sabiduría”, ahora bien ¿a qué nos referimos cuando hablamos de sabiduría? A menudo, en la antigua Grecia, la sabiduría (sophía) hacía referencia a la vez a un conocimiento teórico y práctico, no en el sentido de utilitario o técnico, sino para la forma de vivir-.

El saber del filósofo es un saber que tiende a buscar la realidad o causa última, lo común, lo subyacente, lo universal y, ante todo, parte de la admiración, de una mirada gratuita, que no persigue ningún otro fin mas que el de contemplar (theorein) y, sin embargo, la comprensión a la que lleva la contemplación tiene un efecto transformador en la vida del sabio, del filósofo.

“[La filosofía] es imprescindible que sea la ciencia teórica de los primeros principios y las primeras causas. Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración (...) Si los primeros filósofos filosofaron para liberarse de la ignorancia, es evidente que se consagraron a la ciencia para saber, y no por miras de utilidad” (ARISTÓTELES, Metafísica, I.2.)1

Aristóteles pone de manifiesto cómo la admiración da lugar al anhelo de un saber que se busca por sí mismo, no por utilidad –y podríamos añadir que tampoco por cantidad–. Ese es el saber que busca la filosofía, el saber de las primeras causas, de lo esencial.

En Platón encontramos también esta idea de la filosofía como conocimiento de lo esencial, lo permanente, lo que subyace inmutable –que para él son las ideas–, a diferencia de la multiplicidad cambiante del mundo empírico, que es sólo reflejo vago de las ideas:

“Puesto que son filósofos aquellos que pueden alcanzar lo que siempre se mantiene igual a sí mismo y no lo son los que andan errando por multitud de cosas diferentes, ¿cuáles conviene que sean jefes en la ciudad?” (PLATÓN, La República, VI, 484 b) 2

La sabiduría, y por ende, la filosofía, no busca conocer muchas cosas sino lo esencial, en el sentido de realidad última, y esto también lo vemos en las filosofías de la India, como en la historia que narra la Chāndogya Upaniṣad, en la que regresando el joven Śvetaketu, muy engreído, después de 12 años de estudio minucioso de todo tipo de ciencias y conocimientos, su padre le pregunta si pidió también que le ensañasen “aquella sabiduría con la que se logra conocer lo nunca conocido, pensar lo impensable y entender lo ininteligible”. Para sorpresa de Śvetaketu, nadie le ha dado ese conocimiento y le pregunta a su padre en qué consiste ese conocimiento, a lo que este responde:

“Al igual que conociendo un amasijo de arcilla, hijo mío, se llega a conocer todo cuanto es de arcilla, ya que las diferencias son sólo palabras y la realidad es arcilla; y así como conociendo un pedazo de oro se puede conocer todo lo que es de oro, ya que las diferencias son sólo palabras y la realidad es sólo oro; y así como conociendo un trozo de hierro se conoce todo lo que es de hierro, ya que la diferencia son sólo palabras y la realidad es sólo hierro, así es, hijo mío, este conocimiento” (Chāndogya Upaniṣad, 6.1.4-6)3

En la enseñanza que continua, el padre le mostrará, con cariño, a su hijo que el principio fundamental, que constituye su ser, aunque no sea perceptible a los ojos, es el mismo principio que constituye el universo entero. Entre otros ejemplos, le pide que le traiga un fruto de la higuera y lo parta en dos. Al preguntarle qué es lo que ve, el chico responde que ve una multitud de semillas. Entonces le invita a que tome una de esas diminutas semillas y la parta en dos. De nuevo, el padre le pregunta a su hijo qué ve ahí y el hijo responde que no ve nada. Entonces el padre prosigue:

[...] “Esta esencia sutil aquí, hijo, que no puedes ni tan siquiera ver, date cuenta de cómo debido a esta esencia sutil esta enorme higuera se haya aquí. Créeme hijo: La esencia más sutil aquí, aquello constituye la identidad (el sí mismo) de todo este mundo; aquello es la verdad, eso es la verdadera identidad (ātman). Y tú eres eso, Śvetaketu (tat tvam asi)” (Chāndogya Upaniṣad, 6.12.2-3)4

Esta enseñanza de la Chāndogya Upaniṣad, que se repite hasta nueve veces: «tú eres eso» vienen a comunicar el mismo mensaje que el aforismo inscrito en el tempo de Apolo, en Delfos: «conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses».

En la Antigua Grecia, así como ocurría también en India, la teoría y la praxis eran indisociables. El sabio, no lo es por lo que dice sino por su forma de ser y de estar en el mundo. Esto puede apreciarse muy claramente en la filosofía estoica:

«No te llames a ti mismo filósofo cuando estés entre los que no lo son, y tampoco hables mucho en su presencia sobre principios teóricos, sino limítate a actuar de acuerdo con esos principios, del mismo modo que en un banquete no se te ocurriría perorar sobre el modo en que se debe comer, sino que te limitas a comer como es debido”. (EPICTETO, Manual, 46)5

Lo importante no es lo que se dice sino lo que se hace, la forma en la que el saber se ve reflejado en la vida de la persona.

La vida filosófica se caracteriza por mantener el contacto con lo más profundo de uno mismo, con autenticidad y sin perder de vista la fuente (espiritual) que da lugar a los acontecimientos del mundo:

[...] “¿Qué hay, pues, que nos pueda acompañar [en una forma sensata de vivir]? Una sola y única cosa: la filosofía. Y esta consiste en conservar el dios (daimon) interior libre de ultraje y daño, dueño de los placeres y de las penas, sin hacer nada al azar, sin actuar con falsedad ni hipocresía, y al margen de lo que otro hace o deja de hacer. Además, la filosofía consiste en aceptar lo que ocurra, como procedente de la misma fuente [espiritual] de la que procede él”. (MARCO AURELIO, Meditaciones, II.17) 6

La mirada contemplativa, requisito para una verdadera transformación

Hemos expuesto, pues, cómo la filosofía se refiere a un saber que no es cuantitativo, sino conocimiento de lo general, de lo común a todos los seres, que resulta ser también lo más profundo. Y sobre cómo su mirada nace de la admiración, sin buscar una utilidad. La verdad es amable de por sí, y su conocimiento constituye un bien en sí mismo. La sabiduría, no son muchos conocimientos que se “tienen”, sino un conocimiento que se “es” y por tanto, se refleja en la forma de vivir, de aquellos quienes la encarnan.

El título del artículo apunta al poder transformador de la filosofía. Pensemos que transformar tiene que ver con “cambiar de forma”, pero en realidad el uso que hacemos aquí de la palabra “transformación”, se refiere a algo más profundo que la forma, la forma puede cambiar, sí, pero porque cambia el fondo, la mirada, la comprensión y, con ella, el “desde dónde” actúo. La transformación se produce en la mirada que, a su vez, transforma nuestro modo de sentir, comprender y vivir.

Todo comienza en la mirada. Por eso, quisiera ahora poner el foco en la mirada contemplativa de la filosofía y de qué manera el poder de la transformación reside en la gratuidad de la mirada, aunque, a priori, pueda sonar paradójico -pues, ¿cómo una mirada que se limita a contemplar puede transformar algo? -.

Lo opuesto a la mirada contemplativa es una mirada que ve la realidad bajo el filtro de prejuicios, juicios y creencias limitantes y erróneas. Es decir, una mirada ruidosa. También le es opuesta, una mirada centrada en conseguir algo, que percibe lo que ve como medios para su fin.

Por su parte, la mirada contemplativa es una mirada incondicional, gratuita, que no busca nada más que mirar, interesándose completamente por aquello que ve, por comprenderlo de algún modo – como ocurría con la admiración de los primeros filósofos–. En este sentido, la contemplación no se opone a la acción, sino al utilitarismo centrado en los resultados.

Podríamos decir con la Bhagavadgītā:

¡Qué tu afán sea por la acción, jamás por sus frutos!

No actúes pensando en la recompensa de tu acción,

no te apegues tampoco a la inacción. (II.47)7

Podríamos aplicar el mismo principio al conocimiento filosófico y a la mirada contemplativa de la que parte. No deben interesarnos los frutos, sino la entrega, nuestra disposición a ver, de hecho, es desde ahí que surge también la acción verdaderamente creativa y libre, la acción que actúa de su “propio fondo”.

La contemplación (cum-templum-atio) consiste en la “acción y efecto de mirar con atención”. Mirar con atención requiere de una actitud, una predisposición. De hecho, es prácticamente de lo único que requiere, la disposición a ver, a mirar en profundidad. Y mirar en profundidad requiere estar dispuestos a entrar en contacto con lo más auténtico de nosotros mismos.

“La luz se recibe deseando la verdad sin pensar y sin intentar adivinar de antemano su contenido. Este es todo el mecanismo de la atención”. (SIMONE WEIL, Nota para la supresión general de los partidos políticos) 8

Solo desde la apertura a nuestra propia autenticidad, desde la honestidad con nuestro sentir y con lo que somos, podemos mirar el mundo y acogerlo tal como se presenta: no tal como nos gustaría que fuera, o como creemos que debería de ser, sino tal como se manifiesta.

Acoger, implica aceptar, malamente acogeríamos aquello que no aceptamos, malamente podemos comprender aquello que rechazamos (por ejemplo, cuando tengo prejuicios hacia una persona y siento rechazo, difícilmente me abro a escucharla). Ahora bien, aceptar no significa justificar, ni permanecer pasivos ante una circunstancia en la que sentimos que hay alguna acción que depende de nosotros. Aceptar que estoy enferma, no significa que no me tome la medicación. Al contrario, tiene que haber un mínimo de aceptación para que pueda actuar al respecto. Aceptar a una persona que siento que ha cometido una injusticia, no significa justificar la injusticia, sino comprender que la acción de la persona no afecta a su valor ontológico. Lo que está “mal” no es la persona sino lo que ha hecho. También es importante ver con detenimiento, qué es eso que considero injusto, qué emociones y pensamientos se despiertan en mí ante dicha acción, y desde la asimilación de lo que pienso y siento, desde la escucha del yo-profundo, discernir entre lo que depende de mí y lo que no en dicha circunstancia y actuar, si a caso, en lo que dependa de mí.

En Occidente hemos tendido a reducir la filosofía al ámbito de la razón, dejando la espiritualidad relegada a la religión. Sin embargo, esto no siempre fue así. En la filosofía griega había un conocimiento discursivo asociado a la razón (logos), pero también un conocimiento intuitivo ligado al espíritu (nous). Una capacidad para conocer que, no siendo necesariamente contraria a la razón, la trasciende. Un conocimiento que procede de algo en nosotros que algunos llamaron daimon, otros hegemonikon (principio rector que da unidad a la vida psíquica), en India antaryamin (regente interno), y que igual podemos llamar yo-profundo. Este conocimiento, que está más allá de las palabras, nos habla desde lo profundo de forma inmediata, sin mediación: como cuando nos acercamos a alguien y sin que nos diga nada, sentimos que le pasa algo, que igual no está pasando un buen momento, o que está tensa…O cuando en contacto con la naturaleza, hemos sentido que éramos uno con ella, sin pensarlo, sin argumentos, como una especie de revelación interna... O la forma en la que nos sabemos ser, que no depende de ningún discurso, sino que lo sabemos desde la propia vivencia de ser.

La mirada contemplativa, que nos pone en contacto con el conocimiento procedente del nous, es desveladora y, en aquello que desvela resulta transformadora. La mirada filosófica es, en primer lugar, una mirada contemplativa: la que nos pone en contacto con las preguntas adecuadas –a menudo, de esas que no tienen ni buscan respuesta, sino que tocan directamente algo en nuestro fondo que entonces “se da cuenta de…”­– proporcionando una comprensión sentida que resulta transformadora.

El objetivo de la filosofía no es transformar, sino ver, comprender... Y para ver, tenemos que querer ver, querer comprender. Esta disposición ya es de por sí transformadora, porque en el peor de los casos nos permite darnos cuenta de que no comprendemos completamente: “intuyo que hay algo que no termino de comprender del todo”, “solo sé que no sé nada”–decía el sabio ateniense–. La transformación es un efecto consustancial a la comprensión sentida, pero no debe ser el foco de nuestra atención. No será nunca efecto de nuestra pretensión, porque en toda pretensión se nos cuela una parte de nosotros (el ego) que quiere seguir controlando, a su manera, aquello que descubrimos, y no hay, entonces, una apertura completa a lo que se manifiesta, tal como se manifiesta, ni a ese fondo en nosotros que puede mirar y acoger con serenidad todo lo que va y viene.

Para finalizar este punto, quisiera enfatizar algo sobre lo que hemos pasado de puntillas anteriormente, a saber, que la mirada contemplativa, fuente de toda filosofía transformadora, no

es pasiva, no se opone a la acción. Bien al contrario, solo de la mirada contemplativa puede surgir una acción de cimientos sólidos, y verdaderamente libre. Libre porque no está a merced de pasiones y creencias caprichosas y confusas. Libre porque actúa desde la autenticidad, desde el contacto con el sentir profundo que se sabe uno con la Vida, que de hecho es la Vida misma expresándose en nosotros. Libre porque elige, no desde la agitación del sufrimiento, sino desde la serenidad del yo-profundo, capaz de acoger todo alboroto sin verse vapuleado.

La escucha del yo-profundo da paso a una mirada incondicional, una mirada silenciosa que es Amor y el Amor es creativo.

Igual que del silencio surge el sonido y la palabra, de la mirada contemplativa surge la acción verdadera, la que rebosa de vida y transmite luz.

La mirada contemplativa ante las emociones

En el asesoramiento filosófico, nos encontramos, en muchos casos, con emociones desagradables que conducen a un patrón limitante; aunque también ocurra al revés, que un patrón despierte una determinada emoción. En cualquiera de los casos, es importante que podamos distinguir entre la emoción sentida de forma inmediata e inevitable, y la emoción alimentada por nuestro diálogo interno.

El placer y el dolor son intrínsecos a la vida, y al sentir propio de cada uno (no todos sentimos placer o dolor por las mismas cosas). Hay un sentir inmediato que es inevitable y que, de hecho, nos humaniza: siento dolor, impotencia, enfado, tristeza ante la pérdida de un ser querido... siento miedo ante una amenaza a mi vida, siento alegría por lo que me resulta agradable, etc. Lo podemos llamar emoción pura.

Sin embargo, la emoción pura que se siente claramente en el cuerpo, sin mediación alguna, que a menudo no tiene un largo recorrido temporal, puede verse distorsionada por los pensamientos que le añadimos. Son estos pensamientos los que magnifican la emoción, la perpetúan y nos llevan a actuar desde la ofuscación. Aquí ya no nos movemos en el ámbito del placer-dolor inherentes a la vida, sino en el ámbito de un sufrimiento evitable.

Tenemos tendencia a no confiar en las emociones, cuando, en realidad, la emoción es un síntoma, una señal que me está indicando algo. La pregunta es, ¿estoy dispuesta a mirar o escuchar esa señal? Con frecuencia, lo que hacemos es apegarnos a ella si la señal es placentera, alimentarla con nuestros diálogos internos, rechazando lo que nos resulta desagradable. Y al rechazar la emoción rechazamos sus razones porque –parafraseando la repetida frase de Blaise Pascal– “el corazón tiene razones que la razón no comprende”.

Al abrirme a mirar la emoción, sin juicio, puedo comenzar a captar su mensaje y ver cuánto de Verdad hay en ella, y cuanto es fruto de la distorsión que han añadido mis pensamientos y creencias limitadas (y limitantes). La mirada contemplativa es el punto de partida desde el cual comenzamos la indagación filosófica, la disposición desde la cual mirar: qué significa para mí lo que me estoy contando (el sentido que le doy yo a las palabras que uso), hasta qué punto eso es absolutamente cierto o no, qué aporta a mi vida pensar así, qué quiere para mí esa parte que piensa así, etc.

La mirada contemplativa es punto de partida, pero también de llegada, cuando por fin tiene lugar la comprensión sentida y descansamos, entonces, con serenidad, en el gusto de mirar contemplativamente.

1.Aristóteles 1999. Metafísica. De Azcárate, Patricio (trad.) Barcelona: Austral.

2.Platón 1999. La república. Pabón, JM. y Fernández-Galiano, M. (trad.). Madrid: Alianza Editorial.

3.Traducción libre basada en Upaniṣads 1996. Olivelle, P. (trad.) Oxford, New York: Oxford University Press.

4.Idem.

5.Epicteto. Hadot. 2015. Manual para la vida Feliz, Madrid: Errata naturae.

6. Traducción libre basada en Marc Aureli 2008. Meditacions. Edició bilingüe grec-catalá. Joan Alberich (trad.), Barcelona: Llibres de l'Índex.

7. Tola, F. (trad.) (2000), El canto del Señor. Bhagavad- Gītā, Madrid: Biblioteca Nueva.

8. Citado en Cavallé, M. 2017 El arte de ser. Filosofía sapiencial para el autoconocimiento y la transformación, Barcelona: Kairós.

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