EL SILENCIO COMO EXPERIENCIA HUMANA

1 (Ruido)

Después de tantas palabras gastadas, que han perdido su fuente y su energía, emerge el silencio. Todavía no ha sido maltratada su voz. Todavía resuena en nosotros. Una necesidad que hoy sentimos. Una carencia que evoca una abundancia de la que no nos hemos separado todavía. Esperemos que la mercadotecnia no lo detecte. Antes de que esto suceda, aquí estamos nosotros, criaturas que anhelamos silencio. Generalmente, lo hacemos por contraste con el ruido. Lo que abunda es el ruido. Cuando menos, el ruido tapona cualquier otra realidad. El ruido es lo que nos impide escuchar. Escucharnos. A nosotros mismos, a los demás. Pero, “el ruido no es nada: sólo su rastro maltrecho en nosotros; debajo está la belleza, la energía de las estrellas: si la dejamos oírse como es”, se dice en una prosa de Poros (y Penia). Hay un ruido exterior, el más palpable. Pero hay un ruido fraguado interior. Y tanto de uno como de otro somos responsables. Solamente hace falta darnos cuenta. “El silencio es la capacidad de mantenerse despierto, atento, lúcido, pero sin objeto”, nos dice con su experiencia Antonio Blay. Esto significa, si es una capacidad nuestra, que puede desarrollarse. Ejercitarse. No el silencio mismo, puesto que silencio ya somos, sino la capacidad para permanecer abiertos al silencio. A la paradoja: escuchar el silencio. “Los sonidos del silencio”.

2 (No-sonido)

Durante el confinamiento forzado pudimos atender al silencio. Pudimos escuchar sin ruido. Las calles silenciosas y vacías. Descubrimos el ruido habitual de los vehículos a motor. Y fue la ocasión para pararnos a escuchar sin ruido. Pero, ¿pudimos escuchar el silencio? Para que así fuera, tendríamos que empezar a ser conscientes del no-sonido. La fuente de los sonidos (que nos agradan) y los ruidos (que nos desagradan). Si uno pone la atención en ese silencio originario, que no es nada, sólo la ausencia de sonidos, entonces, experimenta, en analogía con el oído, la presencia de un sonido más sutil, más fino. En analogía con la vista, el silencio es percibido como oscuridad. Para otras personas, más proclives a sentir con el tacto, el silencio aparece a través de la sensación de vacío. Pero esto aún no es el silencio. Sólo un primer peldaño. El silencio es pura atención sin objeto. Y ahí todavía hay objeto, fenómenos. Hemos de centrar aún más la atención y simplemente estar, ser conscientemente. Pura conciencia. Ser la propia luz, no sólo ver objetos. Tocar este silencio es situarse en el centro de todas las cosas. Esto nos otorga una profunda libertad. “De este silencio surge la acción, de él surge el conocimiento y el amor y la broma y la creatividad”; lo afirma Antonio Blay, pero todos lo podemos experimentar. Y esto no es una doctrina esotérica. No es un misterio indescifrable que Anaximandro nos haya legado: ápeiron. La forma no puede tener su origen sino en la no-forma, lo determinado en lo no-determinado, las condiciones de los seres en lo que es sin condiciones. Las posibilidades en la realidad. No hay formas particulares y concretas sin un fondo de sentido. Y esto lo podemos experimentar: si profundizamos en nosotros mismos y simplemente estamos atentos a lo que subyace a cualquiera de nuestras formas emergentes de sensación, sentimiento o idea. Silencio.

3 (El fondo)

Una vida psicológica saludable necesita descanso. Igual que la vida física. Parar la actividad (mental, emocional o física) para poder pensar, sentir y actuar con mayor plenitud, lucidez y eficacia. Pero lo mismo en la vida espiritual. Espiritualidad no es religiosidad. La espiritualidad es una dimensión humana fundamental. No reducible al cuerpo (soma), a la mente (psijé), que los antiguos griegos llamaron nous (Platón o Aristóteles), hegemonikón los estoicos, atman los indúes, y que hemos olvidado hoy (en demasiadas ocasiones) que forma parte de nuestra naturaleza. Nuestra dimensión más humana, más irrenunciable, que también necesita ser desarrollada, ejercitada, si queremos vivir bien. Somos conciencia, somos sujeto (y no sólo objeto), creamos realidades. El silencio sería, entonces, el acceso más inmediato a esta dimensión espiritual nuestra, la manera más directa de ejercitarla en nosotros. Este mundo nos lleva a vivir lo exterior. Nuestra vida está, habitualmente, volcada hacia las afueras. Muchas son las demandas diarias de la vida social, familiar, laboral... Y nos hemos desacostumbrado (muchas veces) de nuestra dimensión interior, nuestra vida interior. Pero toda nuestra vida de relación, de actividad, se gesta dentro. Nuestra mirada, nuestro pensamiento, nuestra idea construida con los años y las experiencias, de nosotros, de los demás, de la realidad, determina el mundo en que vivimos y cómo lo vivimos. Tomar conciencia de ello nos libera y nos permite otras posibilidades, empezar a vivir de otra manera. Estar en silencio, acallar el ruido tanto interior como exterior, durante unos instantes al menos, poder desprenderse de lo que nos sujeta es liberador. Aprender a conectar con nuestro fondo (tocar, saborear, sentir el fondo de energía o voluntad o fuerza, el fondo de amor o felicidad, el fondo de lucidez o inteligencia que somos siempre, de lo que nos hemos desconectado de un modo inconsciente o habitual, situarnos ahí, en ese fondo y permanecer ahí, aunque sea unos instantes, estando muy presentes, muy conscientemente, lo transfigura todo. Este es el verdadero cambio. El comienzo de la verdadera felicidad.

4 (El acto creador)

Si accedemos a nuestra dimensión espiritual, a través de la práctica del silencio, se abren las compuertas de la creatividad. Inagotable. Que está actuando siempre. Solamente depende su acceso de nuestra disponibilidad. Ser ya lo somos. Existir podemos de muchas maneras. Ser más conscientes o menos, ser más nosotros mismos o vivir a partir de un concepto o una imagen nuestra construida con los años, podemos vivir con miedo o ser protagonistas de una gesta, como diría Luis Sáez Rueda. El trabajo con el silencio, que puede practicarse en la vida diaria (momentos de silencio durante la actividad) y de una manera más formal (meditación, contemplación, centramiento, oración, yoga, relajación, paseo, deporte o lectura muy conscientes, o de otros muchos modos), opera en nosotros una conexión profunda con nuestro ser, con el ser. Y se abren las fuentes. Nuevas posibilidades de vivir y de crear. Se descubre esta dimensión profunda (“yo profundo” es el término que usa Mónica Cavallé), si quitamos lo que la cubre (alétheia), si nos desprendemos de las preocupaciones, lo acuciante de la situación, los deseos, los miedos (todo lo que alimenta el “yo superficial”), y estoy ahí, todo yo presente. En silencio, a la escucha. Así se entiende que el artista no pueda decir (y con frecuencia no dice) que su descubrimiento sea suyo, pero tampoco puede decir que no sea suyo, o que sea de otro. ¿Cómo llamarlo? Inspiración, las musas, la intuición... Todo acto creativo ha supuesto una (re)conexión con esta dimensión espiritual, creadora nuestra, que va (o viene de) más allá (o más acá) de nosotros. El artista, el filósofo, el poeta, el científico, el religioso..., antes de interpretar, construir, formalizar, transmitir, una doctrina, una teoría, un credo, un ritual, una idea, una imagen, una expresión nueva, un atisbo de belleza, ha pasado por esta fase pura de creación, se haya dado cuenta o no, lo haya buscado o le haya sobrevenido. Más tarde llegan los seguidores, los discípulos, las escuelas, las corrientes, los estilos, las religiones... Pero antes vino la intuición originaria, el contacto con nuestro fondo, el fondo de ser que nos une a los demás seres y con todas nuestras posibilidades. Por algo, el viejo Aristóteles podía decir que la realidad es el acto de lo que está en potencia.

5 (La filosofía)

De las artes, posiblemente sea la música la que más cerca está del silencio. Se construye directamente con silencio. En el silencio. Con silencios. Los ritmos, las pausas... no son más que una determinada cantidad de silencio. Los pitagóricos lo sabían; y sabían de un sonido primordial armónico, la “música de las esferas”. Pero el silencio también está dentro, presente en la experiencia y la creación musicales. Cuando el compositor escribe su partitura (la imagen musical en su mente), cuando el intérprete (ya dirija, ya ejecute) la hace suya y vive con ella, a partir de ella; cuando el oyente sintoniza con su mundo interior a través de las evocaciones musicales, cada cual, se abre al sonido y lo abriga con su silencio. Hay un silencio antes de mover la batuta, antes de pulsar la nota, antes de recibir los primeros compases. O al tiempo. Al iniciar la carrera el saltador de altura, delante de la página o el lienzo en blanco, en el momento de salir a escena, en la visión de la figura dentro de un bloque de mármol. La presencia del silencio creador en las artes es un hecho. Pero, ¿y en la filosofía? (Se oye un murmullo entre el público especialista.) ¡No mezclemos a la filosofía con la mística y la poesía, eso es mitología y no filosofía lógica! Esta percepción, claro, pertenece a una determinada tradición filosófica (racional moderna), que quiere (tristemente) emular a la ciencia establecida. Vayamos a las fuentes. En las escuelas antiguas de filosofía (y en toda auténtica filosofía de cualquier época) encontramos, si lo miramos más allá de doctrinas y sistemas, un modo de vida y unos ejercicios filosóficos (espirituales, los llama Pierre Hadot, conectando con la askesis grecorromana) para aprender a vivir mejor. La fuente de las intuiciones filosóficas originarias, que abren un nuevo sentido (Heidegger) y se convierten luego en teorías o cosmovisiones filosóficas particulares, suele quedar en el campo de lo ignoto. No cabe dentro del molde de la filosofía académica. Pero esto es como decir que no ha lugar la posibilidad de pensar por uno mismo. Filosofar no es solamente la referencia a lo ya pensado por otros, convirtiendo a la filosofía en una mera glosa o recapitulación histórica y erudita. Si embargo, tantas y tantas filosóficas genuinas nos han legado el testimonio de algo muy diferente: “conócete a ti mismo” (Sócrates), “me he investigado a mí mismo” (Heráclito). ¿Se puede enseñar filosofía como algo ajeno a uno mismo?, se pregunta el autor de Poros (y Penia).

6 (La poesía)

Cuando la filosofía se practica, guarda un lugar para el silencio. Cuando la filosofía se vive, cuando se siente. Una reflexión, una intuición, una evidencia, una lucidez viene de un instante de consciencia. Y ese instante de consciencia se produce a lomos de un momento sin tiempo. Como una eternidad aquí y ahora. Emerge una identidad entre el sujeto y el objeto. O mejor dicho, no hay sujeto ni objeto; estas categorías se quedan muy cortas. Son momentos de conexión con el ser. Estamos situados en el centro de nosotros mismos y de las cosas (lo que sea en cada caso) y desde ahí se comprende toda la periferia. Estando presente. El fruto de esa presencia, después, se vierte en palabras, ideas, se convierte en sentimientos o acciones. Filosofar tiene que ver con esto. Toda creación. Pero la creatividad se potencia trabajando (investigando) juntos. Cuando se construye pensamiento juntos, emerge, después de la maduración del diálogo, lo que Óscar Brenifier llama “momentos filosóficos”. Momentos de lucidez colectiva. De pronto algo se abre en medio de la oscuridad. Un claro del bosque profundo e impenetrable. El poeta experimenta lo mismo de otra manera, pues su modo de expresión y su mirada es diferente. Así, no es extraño que la poesía y la filosofía a menudo caminen juntas o vivan en la misma casa. La filosofía busca una realidad que unifique a todo lo demás, pero “el poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad realizada, diríamos encarnada”, nos dejó escrito María Zambrano. ¿Qué sucede en el poema? Tanto en el oyente como en el lector, se abre un momento de silencio. Como en el escritor. Y ese silencio es el instante poético por antonomasia. Lo que hace que un poema, o un verso, ocasione en nosotros un vacío, un momento único de tensión y de sentido (Mariano Peyrou). Así lo expresó Emily Dickinson: “Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”. Algunos recursos poéticos (la imagen, la metáfora, la elipsis, la paradoja...), algunas formas poéticas, incluso, son más proclives a mostrar directamente el silencio: el haiku, por ejemplo. Ese hueco abierto y suspendido, ese vacío infinito e insondable, ese silencio que podemos presentir en cualquier obra de arte valiosa por sí misma. “Sin palabras la anfitriona / el invitado / y el crisantemo blanco”; este haiku de Oshima Ryota nos lanza en medio del abismo.

Antonio Sánchez Millán

Filósofo práctico, formado en la Escuela de Filosofía Sapiencial, con larga experiencia dirigiendo grupos en diversos contextos

http://palestradefilosofia.blogspot.com
Anterior
Anterior

FILOSOFÍA DE LA ESPIRITUALIDAD

Siguiente
Siguiente

¿QUIÉN SOY YO? Meditación sobre mi verdadera naturaleza.