EL ARTE DEL DIÁLOGO: una herencia vulnerable

Si hay algo que caracteriza a los seres humanos es su capacidad para el lenguaje articulado. Somos seres constitutivamente hablantes, capaces de expresar de forma abstracta nuestras vivencias. Esta necesidad de la palabra opera tanto para relacionarnos con otras personas como hacia nosotros mismos. Tanto es así que Platón llegó a definir la filosofía como “un diálogo silencioso del alma consigo misma”. Pero, ¿realmente sabemos dialogar con nosotros mismos? ¿Sabemos dialogar con los demás? Es más, ¿sabemos en qué consiste el arte de dialogar?

Esta última pregunta parece romper el sentido común que nos dice que los humanos, que somos constitutivamente hablantes, desde luego dialogamos, a diario. Por ello vamos a explorar brevemente en qué consiste eso que llamamos “dialogar”. ¿Qué querían decir los antiguos con este término? En primer lugar, vemos que la palabra está compuesta por los términos griegos dia y logos. Damos así con una noción central de la filosofía antigua, eso que llamaban logos.

Este término suele ser traducido por “lenguaje”, “palabra”, “habla” o “discurso”. Pero según Heráclito, su significado iba más allá y se refería a una Inteligencia común, a una “razón divina” al alcance de todos pero que gusta en ocultarse: “Aunque esta Razón existe siempre, los hombres se tornan incapaces de comprenderla, tanto antes de oírla como una vez que la han oído”. La raíz de esta incapacidad, nos dice Heráclito, es que “la mayoría vive como si tuviera una inteligencia particular”. Efectivamente, nos hemos acostumbrado a ver el logos o lenguaje como una amalgama de palabras y opiniones que, en el mejor de los casos, llegan a asemejarse a las del prójimo. Usamos palabras iguales que significan universos muy diferentes para cada uno, lo que muchas veces da lugar a un estado propio de Babel, un estado de confusión de las lenguas. Sobre todo, una sensación de incomunicación entre los humanos.

Por otro lado, el prefijo dia- significa: “a través de”. Esto quiere decir que un diálogo que merezca tal nombre es aquel que, a modo de un viaje de aventuras, nos arranca de nuestra tierra natal y nos embarca hacia un lugar distinto, un lugar desconocido y sin explorar. Así entendido, el dia-logos es un proceso que nos saca de nuestras creencias particulares y nos transporta más allá de nosotros mismos, más allá de lo conocido por nuestra inteligencia limitada y particular.

El acceso a un diálogo real requiere soltar la rigidez de nuestras convicciones para abrirnos a lo que Heráclito denomina “Razón común”. Esta concepción está muy lejos del llamado “sentido común” que todos aceptamos de forma acrítica y mucho menos del pensamiento hegemónico en una sociedad. Más bien podríamos traducirlo como la “inteligencia colectiva” latente en un grupo. Este carácter común es tal porque todos los participantes han abandonado la necesidad de defender a cualquier precio su discurso repetitivo y se han abierto a un proceso de intercambio que obligatoriamente trasciende la lógica personal.

En el diálogo vivo muere la idea repetitiva y ya sabida, y nace una comprensión nueva e inesperada. A este carácter imprevisible y generativo de todo diálogo que nos lleva más allá de lo conocido previamente se refiere Heráclito como “divino”. La inteligencia expresada en el Logos junto con otros hablantes, lejos de repetir lo ya conocido, nos conduce siempre a moradas de comprensión nuevas. De este modo, es imposible que un diálogo se repita dos veces, así como es imposible saber cómo va a concluir un buen diálogo: “Allí adonde la argumentación, como el viento, nos lleve, hacia allí debemos ir”, nos dice Sócrates en la República. En los diálogos de Platón nos encontramos incluso con que varios de ellos quedan inconclusos, en el sentido de que no llegan a una definición definitiva, pero no por ello dejaban de ser sugerentes para los discípulos de Sócrates.

El diálogo nos transporta más allá de nosotros mismos y nos hace divinos a través de la palabra compartida, en el ánimo de investigar juntos la naturaleza de la verdad de un asunto. Lejos de una actitud instrumental en busca de resultados, el diálogo no pretende atrapar definiciones concluyentes, sino abrir un espacio común de comprensión a través del amor a la verdad. Este aspecto convierte al diálogo en un fin en sí mismo, en un arte sin final, en una práctica valiosa en sí misma.

Así que la actitud para un buen diálogo, lejos de disponer de una batería fulminante de buenos argumentos, como ocurre en los debates, requiere de una disposición a morir a lo conocido para trascenderse una y otra vez, para participar de una verdad por descubrir, una verdad que puede contradecir las convicciones profundas que el yo separado podía tener por ciertas antes de empezar a dialogar. De algún modo, se puede decir que al concluir un diálogo todos sus participantes han muerto y renacido en algún aspecto de su comprensión previa. Esta disposición a morir a lo conocido es la que permite que la palabra viva dé un brinco desde la nada y se exprese en el círculo del logos, sorprendiendo incluso a quien la profiere. El diálogo es propicio para que sucedan este tipo de alumbramientos, revelaciones o descubrimientos a veces imposibles en soledad, sin el estímulo de otros “amigos de la verdad”.

Al contrario que en una tertulia, en la que cada hablante espera su turno sin tener por qué escuchar realmente a quien detenta la palabra en ese momento, en un diálogo real ha de prevalecer una actitud de espera, de quietud alerta, de escucha tan atenta y activa que incluso se puede desmoronar una convicción arraigada sin necesidad de ser convencido por nadie. Una buena actitud de escucha puede operar profundas transformaciones internas sin necesidad siquiera de hablar o confrontar. Y al contrario, una falta de escucha puede convertir el diálogo en una tertulia, al tomar un miembro el control de la palabra para hablar de un tema cualquiera desconectado del hilo central que estaba guiando la reflexión dialogada. Este es uno de los peligros propios de la fragilidad del diálogo: “a propósito de un capricho particular, hablemos de cualquier otro tema y desconectémonos de la atención al logos”. Y es que muchas veces hablamos no por amor a la verdad, sino por un deseo narcisista de llamar la atención y sentirnos valiosos a cualquier precio. Esta es una de las principales causas por las que el diálogo degenera en tertulia.

Así las cosas, el diálogo va adquiriendo un ritmo propio que no se puede manipular a través del aferramiento a las viejas creencias, la necesidad de acaparar la atención de los demás o el ímpetu por convencer. El ritmo es proporcional al interés de los hablantes en participar del logos, en comprender un aspecto nuevo que se acaba de revelar, en un proceso inacabable de revelación y ocultación de una verdad compartida. Dice Heráclito: “Si no esperáis, no hallaréis lo inesperado, dado lo inhallable y difícil de acceder que es”. El propio ritmo del diálogo irá revelando sus frutos inesperados, siempre y cuando dicho ritmo sea respetado, pues en cada caso es distinto. Esto permite que vaya brotando una sabiduría latente en el grupo. El diálogo, como espejo del alma humana, es inagotable y sus comprensiones no tienen final: “Los límites del alma no los hallarás andando, cualquier camino que recorras; tan profundo es su fundamento”, nos dice el filósofo de Éfeso.

De este modo, vemos que el diálogo es un arte frágil, pues fácilmente puede ser manipulado por los hablantes y reducido a una confrontación de argumentos, como ocurre en un debate, o, lo que sucede muchas veces, a un mero intercambio de opiniones. Efectivamente, los debates se caracterizan por ser un combate entre dos posturas enfrentadas. En este proceso hay ganadores y vencedores, pero en ningún caso hay transformación. Los hablantes saben lo mismo antes y después del debate, hacinados en su “inteligencia” particular. Pero, ¿qué verdad es esa que requiere de la imposición y el convencimiento?

En otras ocasiones nos solemos encontrar con intercambios amables de “opiniones verdaderas”, como son la mayoría de conversaciones habituales que mantenemos con los demás. Así denominaba Sócrates a las verdades que tomamos prestadas de otro lugar: de la televisión, del vecino, del profesor o de la costumbre, pero rara vez contrastadas por el filtro de la propia experiencia ni por el cuestionamiento en un diálogo indagador. En este tipo de conversaciones o tertulias prima una necesidad del hablante por expresar lo que sabe más que un anhelo por aumentar su comprensión. No se requiere de una especial escucha del hablante, sino más bien un “aguardar el turno” para poder decir a los demás lo que ya sabemos de antemano. Aislados en una burbuja de convicciones particulares, el logos brilla por su ausencia, porque los hablantes no están indagando la verdad de un asunto, sino intercambiando impresiones particulares sin más pretensión. Es muy raro en este tipo de encuentros oír un: “¡Ah, llevas razón!”. Tal es nuestro apego a lo conocido y nuestra aversión a mostrar vulnerabilidad. Un hablante vulnerable está dispuesto a desnudarse de sus convicciones si éstas son expuestas como falsas a la luz del logos, pero la tendencia suele ser la contraria, la de “tener la razón” cueste lo que cueste. ¿Acaso es malo mostrarse vulnerable?

En un diálogo digno de tal nombre, la razón no la “lleva” realmente nadie, sino que, dicho en propiedad, se sostiene a sí misma, es impersonal. El logos se va expresando a través de quienes lo hacen posible gracias a la actitud dócil a su dinámica reveladora. Un enmudecimiento grupal es uno de los signos más claros de que el logos está haciendo acto de presencia a través de la elocuencia de su expresión. Es el enmudecimiento de la comprensión nueva, que da serenidad, que nos descarga de un viejo ropaje, que nos proporciona la alegría de estar en contacto con algo más auténtico. Por este motivo es muy frecuente que se produzcan sincronicidades a lo largo de un diálogo, en el sentido de que surgen respuestas espontáneas a preguntas e inquietudes que los hablantes tienen antes de encontrarse y que ni siquiera habían formulado expresamente.

El diálogo requiere de una atención capaz de seguir sus cambios, de una sensibilidad hacia lo inesperado, de una apertura al cuestionamiento y, sobre todo, de una conexión con un trasfondo último que nos une, un trasfondo donde nos sabemos Uno. Es falso que los humanos seamos radicalmente diferentes, si por radical entendemos nuestra raíz última. Somos diferentes, sí, pero también somos Uno, como refleja la maravillosa expresión: “unidos en la diversidad”. Una prueba de ello es que los buenos diálogos, antes o después, nos conducen a lugares y anhelos comunes al género humano: la cuestión de la verdad, la naturaleza del amor, la falsedad y la autenticidad, el sentido de la belleza, el propósito de la existencia, etc. Estos temas aparecen una y otra vez conforme un diálogo va accediendo a lugares más hondos de la comprensión humana: cuanto más hondos, más comunes. Son temas muy similares a los que los antiguos griegos se planteaban, y que necesitamos acometer una y otra vez, pues tocan el sustrato último de la realidad, de nuestra razón de ser. El problema está en la cantidad de obstrucciones que los humanos nos ponemos a nosotros mismos para permitirnos acceder a dicho sustrato último, porque nos da miedo desnudarnos, mostrarnos vulnerables y ver aspectos más reales que pueden producir dolor.

Todos anhelamos ahondar en los temas últimos de la existencia humana, porque en lo más profundo de nosotros hay un anhelo de verdad y de unidad, y esas aspiraciones las ofrece un buen diálogo. Así que el arte de dialogar, como vemos, es un arte frágil, vulnerable. Todos los seres humanos hablamos, pero rara vez dialogamos. Pertenecemos a una cultura que exalta la palabra a cualquier precio, aunque sea a costa de la verdad, a costa de conocernos realmente, a costa de ver al otro como alguien que me puede enseñar.

Pero en los albores de nuestra cultura occidental todavía reverbera el recuerdo del diálogo como un arte, como la capacidad de amar e indagar la verdad en grupo, como el encuentro hablado cuyo verbo nos transciende como seres separados, como el arte de ser en una comunidad de hablantes. Las comunidades filosóficas de la antigüedad hacían eso, reunirse en torno al logos para escuchar sus enseñanzas, siempre inesperadas, impersonales y con un sabor fresco; por eso seguimos acudiendo a los clásicos y son tan vigentes.

El arte del diálogo es uno de los principales patrimonios que nos legó la antigua Grecia, y su ejercicio y arte corren constantemente el riesgo de confundirse con la mera conversación, el intercambio de opiniones incapaces de trascender, el debate entre hablantes fuertemente identificados con sus ideas, el combate entre diferencias aparentemente últimas. El arte del diálogo como espacio de sabiduría colectiva requiere detectar estas falsas imitaciones, estos “arte-factos”, a fin de preservar sus destrezas, su presteza para hacernos sentir y recordar la unidad que somos a través del logos, la emoción de ser partícipe de la inteligencia Una expresándose a través de una comunidad de hablantes.

En este sentido, podemos decir que el arte del diálogo es una herencia vulnerable, porque igual que nos convoca a sus partícipes a abrirnos desde nuestra vulnerabilidad esencial, también es un arte delicado, corrompible hacia otras formas que no son verdadero diálogo. Todo facilitador de diálogos en grupo tiene ante sí la tarea de preservar la fragilidad del diálogo, mantenerlo vivo como la llama de un fuego delicado, no instrumentalizarlo para otros fines, permitiendo que la Inteligencia impersonal invocada en el grupo se exprese, aunque a veces duela. A esta capacidad latente que tiene el logos para expresarse siempre que acudimos a él, tal vez, se refería Heráclito con la expresión: “un fuego siempre vivo”.

Fuente| www.homonosapiens.es

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